In the pendiente
Autor: Felipe Pigna, Los Mitos de la Historia Argentina, Buenos Aires, Editorial Norma, 2004, pág. 404.
Se había dado un gran paso. Tras seis años de avances y retrocesos, de mucha lucha y sangre derramada, de fuertes debates entre decididos e indecisos y muchos cambios en el panorama internacional, se había declarado la independencia. Se había abandonado el ridículo, como decía San Marín, de tener bandera, moneda, himno y guerrear contra España, pero seguir, de hecho, reconociéndose dependientes. Parecían quedar atrás los retos a Belgrano por enarbolar la bandera y a Castelli por «ir demasiado lejos». Las Provincias eran un territorio políticamente libre, pero la independencia política no garantizaba la independencia económica. Éramos políticamente independientes «de España y de toda dominación extranjera», pero España nos había dejado en una situación económica muy débil, y eso nos iba a llevar a que cayéramos en los brazos de otras potencias europeas.
España no sólo no había fomentado las industrias ni el comercio entre las distintas regiones del extenso territorio, sino que había hecho todo lo posible para que en sus colonias americanas no se desarrollaran. Además, la escasa producción industrial española ni siquiera cubría las necesidades básicas de los habitantes de la península, por lo que se debía importar la mayoría de los productos elaborados.
Entre nosotros, la incapacidad, la falta de voluntad y patriotismo de los sectores más poderosos llevaron a que nuestro país quedara condenado a producir materias primas y comprar productos manufacturados, muchas veces con nuestra propia materia prima. Por supuesto, valía mucho más una bufanda inglesa que la lana argentina con la que estaba hecha. Esto llevó a una clara dependencia económica del país comprador y vendedor, en este caso Inglaterra, que impuso sus gustos, sus precios y sus formas de pago. Además, como se sabe, los países que viven de exportar materias primas, como granos o carnes, están muy expuestos a sufrir las consecuencias de fenómenos naturales, como sequías, inundaciones o pestes de animales, y esto puede arruinar su economía. En cambio, los países industrializados pueden planificar su economía sin preocuparse por si llueve, si está nublado o sale el sol.
La independencia proclamada era formal y exclusivamente política. En el plano económico, comenzábamos a ser cada vez más dependientes de nuestra gran compradora y vendedora: Inglaterra. El nuevo Estado, dominado desde estos momentos fundacionales por una clase propietaria parasitaria, dificultará el progreso de una nación asentada en uno de los territorios potencialmente más ricos del mundo.
El actual territorio argentino parecía mucho más extenso en aquella época, por la lentitud de los transportes y las comunicaciones. A los ojos de los visitantes era una zona muy atrasada, con formas de producción arcaicas y con graves dificultades para la circulación de la moneda y los productos.
Las artesanías provinciales estaban en franca decadencia y sólo la inversión y la modernización las hubiera podido transformar en verdaderas industrias, como ocurría por esa misma época en los Estados Unidos. Pero los únicos que hubieran estado en condiciones de hacer estas inversiones eran los terratenientes porteños y su embrionario Estado nacional. Y ninguno se mostraba interesado en dar ese paso, que podría haber transformado a nuestro país en una potencia.
Los terratenientes bonaerenses estaban muy conformes con su cómoda manera de ganarse la vida, como para complicársela. Se trataba de cobrar sus exportaciones en libras o en oro y pagarles a sus empleados y proveedores nativos en pesos, generalmente devaluados. Cuanto menos valiera la moneda nacional, más ganaban ellos.
En cuanto al Estado nacional, estaba dando los primeros y accidentados pasos para su formación, que recién se concretaría cincuenta años más tarde. Pero cuando existió, entre 1810 y 1820, estuvo dirigido predominantemente por los mencionados sectores ganaderos y mercantiles porteños, que trasladaron a la política sus prácticas comerciales.
Será esta clase dirigente la que conduzca los destinos nacionales y lleve al país al borde de la disolución en 1820, la clase que privilegiará la asociación con Inglaterra antes que cualquier vinculación con el resto del país. Así se gestará una estrecha dependencia económica de Gran Bretaña. Y cuando un país depende económicamente de otro, cuando es ese otro país el que decide qué se debe producir y qué no, cuando los precios de las mercaderías nacionales son fijados en la «metrópoli» y no en la factoría, a la dependencia económica se le agrega la dependencia política, porque la autonomía y la capacidad de decisión del país más débil quedan reducidas a la mínima expresión.
La principal fuente de ingresos del incipiente Estado eran los impuestos a la importación y al comercio, que perjudicaban a los consumidores más pobres. En cambio, los grandes propietarios bonaerenses y los grandes comerciantes, particularmente los ingleses, podían descontar sus empréstitos forzosos cuando le vendían al Estado para terminar convirtiéndose en sus acreedores y ganar influencia en sus decisiones.
La situación del interior era diferente. En algunas regiones, como Cuyo, Córdoba, Corrientes y las provincias del Noroeste, se habían desarrollado pequeñas y medianas industrias, en algunos casos muy rudimentarias, pero que abastecían a sus mercados internos y daban trabajo a muchos de sus habitantes. Para el interior, el comercio libre significó frecuentemente la ruina de sus economías regionales, arrasadas por los productos importados más baratos y de mejor calidad.
La superioridad de recursos económicos y financieros de Buenos Aires haría que la influencia porteña primara en cualquier tipo de gobierno nacional. De manera que para que las provincias pudieran eludir la dominación de Buenos Aires, era imprescindible que conservaran cierto grado de autonomía económica y fiscal; para ello era necesario lograr la autonomía política y, por lo tanto, limitar los poderes y la autoridad del gobierno central. En medio de esta disputa, por largos períodos sangrientos, transcurrirían los próximos años de la historia Argentina del siglo XIX.
Fuente: www.elhistoriador.com.ar
Zamba en la casa de Tucumán
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